Resulta
evidente por qué nunca jugaré una partida de cartas con Ramón, poeta de pluma dulce
y tiro certero: a nadie le gusta saberse vencido a priori. Prefiero, sin
duda, como buen crupier, barajar y cortar las cartas a mi antojo, como hago
ahora con esta su Baza de copas.
Barajo
sus cartas con maestría, cual cascada incesante por la que asoma el paso del
tiempo que no conoce de historia mesurable, al igual que la muerte. Muerte de
la sota, del caballo o del rey, del padre, del poeta o del amigo. Descienden
por las aguas de timba todos aquellos que nunca tuvieron no ya lo que algunos
denominan patria, sino hogar y que, errantes, caminan eternamente de la mano de
la palabra y de la poesía que no descansa en ninguna mesa ni se aloja en pluma
alguna.
Tras
los primeros cortes de la baraja, dispongo sus cartas sobre el verde tapete
dibujando círculos alrededor de una, escogida al azar: el as de copas. Como
anillas que amaga el tronco de un árbol, ejercen sobre ella fuerzas no sé si
centrífugas o centrípetas, pero siempre a merced de la intensidad de los
sentimientos. Al girarlas, sus cartas cuentan mágicas historias de personajes deliciosamente
descritos, como Fabián Minguela o “El Sarda”; hablan de familia, paisajes y
recuerdos de unas tierras que aún saben a niñez y a aventuras de juventud; dibujan,
desnudos y humanizados, célebres poetas; fantasean sobre el sexo y el deseo, algunas
veces -pocas- de forma sugerida y muchas de manera expresa; ensalzan la amistad
(insuperables las palabras dedicadas a López-Carrillo); se indignan ante la
injusticia y el abuso de poder; critican la religión y lo ruin del pensar
colectivo; transcriben magistralmente cotidianas conversaciones de bar o de consulta
de médico; narran bellísimos poemas en prosa de gran dramatismo; nos deleitan con
su exquisita riqueza léxica y plástica; consiguen, desde la aparente
simplicidad de un juego de naipes, que la emoción reverbere en nuestro interior
como lo hacía en las pupilas inertes de Gaudencio.
Maribel Moreno